No recuerdo tanto el día que me
fui, no tanto, como el que volví. Aunque no se sí se trataba de mí o de otra
persona la que volvió.
Recuerdo aquel día como si lo
estuviese viviendo ahora mismo, como si lo de alrededor se hubiese quedado un
instante congelado y todo pasase ante mis ojos otra vez, todo esto mientras mi
corazón se encoge para llorar otra vez junto a mí.
Aquel día, el sitio que conocí no
era el mismo, su noche fue la más oscura y larga, y con ellas las siguientes.
Su amanecer el más amargo. Su brisa ya no era brisa, era un viento ensordecedor
que dolía cuando te tocaba. Llovía más que nunca, una lluvia intensa, como si
el agua quisiese borrar todo el dolor de una vida por delante que se apaga.
Esa casa no era igual. Esa
ausencia que me atrapaba, que me llenaba, que me dolía, me pesaba en cada paso
que daba. Mi mente intentaba autoengañarse, aceptar, creer que nada era verdad,
mientras mi corazón volvía a encogerse en mi pecho para que sintiera la
realidad.
Toda esa chispa de alegría que me
había costado años construir, se la llevó consigo esa ausencia. Esa ausencia
que me acompaña día a día, y me recuerda que nada es igual.
Pero a su vez esa ausencia se
llena de ti, y me dice que siga, que ponga ese empeño que tú pusiste, para que
siga adelante; y que confíe en mí, como tú lo hiciste en todo momento.
Cada vez que vuelvo, vengo con ganas, pero los pocos días que
estoy, me lleno de tristeza, por ver tu ausencia, y todo lo demás que ha
cambiado.
Yo misma, soy todo lo contrario a lo que era. Esa coraza que
se ha creado, no es más que eso, una coraza para que no ocupe lugar el dolor,
ese dolor que el ser humano ha inventado para cubrir ausencias.
La dureza de mis palabras hacia muchas personas, no son más
que el intento vago de prevenir el dolor que pueda causar una situación más
dura de lo habitual, aunque a veces consiguiendo el efecto contrario.
Me fui para volver. Pero cuando
volví todo había cambiado, incluso yo.